domingo, 18 de octubre de 2009

ARGENTINA: Climas y clivajes en tiempos de Kirchner.

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La política ya no pasa solamente por ganar una disputa preconfigurada de antemano, como sucedía en el pasado, cuando el único objetivo del no peronismo era ganarle al peronismo y viceversa. Hoy la lucha política comienza antes incluso del inicio de la disputa en sí, al momento de instalar el clivaje; lo peligroso es que a menudo los políticos terminan hablando diferentes lenguajes.
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Y como no se trata simplemente de ganar la batalla discursiva sino de generar mejoras en las condiciones materiales, buena parte de los éxitos iniciales de Kirchner –la política de derechos humanos, el juicio a la Corte, la renegociación de la deuda, la mejora de los indicadores sociales, la baja del desempleo– dieron sustento a estas líneas básicas de fractura, que marcan una diferencia con los clivajes de los dos impulsos previos de cambio en clave progresista: el del alfonsinismo (dictadura-democracia) y el del Frepaso (corrupción-transparencia).
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Climas y clivajes en tiempos de Kirchner.

Hoy la lucha política comienza en el momento en que los contendientes definen el eje en torno del cual plantearán la disputa. Sin embargo, desde hace medio siglo en la Argentina termina primando la división entre peronismo y antiperonismo.

Por José Natanson. Pagina 12. Octubre del 2009.



Aunque el diccionario de la Real Academia, conservador por definición, todavía no la haya incorporado, la idea de clivaje, galicismo de cleavage, es una derivación del término geológico que alude a la propensión de un mineral a dividirse en capas paralelas, adoptado por la ciencia política, siempre necesitada de palabras, para referirse al principio fundamental alrededor del cual se estructura o se divide el campo político. La tesis detrás del concepto es que la política tiende en general a dividirse en dos, alrededor de líneas de fractura que pueden ser religiosas (los partidos sunnita y chiíta en Irak, por ejemplo), étnicas (como sucede en Bolivia o en Serbia) o territoriales (unitarios-federales). Estas divisiones se traducen en competencia política, dan vida a los partidos y permiten identificar los cambios posibles y, por lo tanto, estructurar la competencia y el enfrentamiento. Son el corazón del conflicto político.


En las sociedades más atrasadas, los clivajes suelen ser más sólidos y permanentes y muchas veces se relacionan con cuestiones de etnia o religión. En las sociedades modernas, en cambio, tienden a ser ideológicos (el más clásico es derecha-izquierda, pero puede ser también peronismo-anti-peronismo o conservadurismo-liberalismo en sentido estadounidense). Y no están predefinidos: sobre todo en tiempos de globalización y cambio acelerado, con identidades políticas frágiles y en permanente mutación, las líneas se modifican y reemplazan unas a otras de manera permanente. Esto significa que la política ya no pasa solamente por ganar una disputa preconfigurada de antemano, como sucedía en el pasado, cuando el único objetivo del no peronismo era ganarle al peronismo y viceversa. Hoy la lucha política comienza antes incluso del inicio de la disputa en sí, al momento de instalar el clivaje; lo peligroso es que a menudo los políticos terminan hablando diferentes lenguajes.


En efecto, cada líder busca instalar su propio clivaje. El de Elisa Carrió –desde hace años la escuchamos insistir con el tema– es autoritarismo-institucionalismo. Para un sector de la derecha, el eje es populismo-república, clivaje que reproduciría las divisiones que se viven en otros países de la región (Chávez como paradigma) y que ha tenido bastante éxito en las clases medias de los grandes centros urbanos. En la campaña del 2007, la frontera elegida por Mauricio Macri fue eficiencia-ineficiencia (aunque a juzgar por los resultados de su gestión va a tener que ir buscándose otra idea). El de Luis Patti viene siendo, desde hace años, garantismo-mano dura. Y el clivaje que a su manera ambigua pero persistente intenta definir Julio Cobos es quizás el más inteligente de todos: al centrar la disputa en el eje consenso-conflicto, el vicepresidente instala un clivaje que niega los clivajes, una división del campo político cuyo quimérico objetivo es superar la divisiones.


Quizás una de las explicaciones más importantes acerca del éxito del primer kirchnerismo –atención intelectuales que se quejan de que al Gobierno le falta un “relato”– sea su capacidad para organizar la disputa política alrededor de un eje de carácter histórico-ideológico: dictadura-derechos humanos, neoliberalismo noventista-distribucionismo de nuevo siglo, mercado-Estado. Y como no se trata simplemente de ganar la batalla discursiva sino de generar mejoras en las condiciones materiales, buena parte de los éxitos iniciales de Kirchner –la política de derechos humanos, el juicio a la Corte, la renegociación de la deuda, la mejora de los indicadores sociales, la baja del desempleo– dieron sustento a estas líneas básicas de fractura, que marcan una diferencia con los clivajes de los dos impulsos previos de cambio en clave progresista: el del alfonsinismo (dictadura-democracia) y el del Frepaso (corrupción-transparencia).

La derrota y el triunfo.

El Gobierno perdió la batalla por las retenciones móviles a pesar de la avalancha de votos que había obtenido pocos meses antes por una larga serie de motivos, desde su intransigencia negociadora hasta la capacidad de las organizaciones de productores rurales de mantenerse unidas. De entre todos ellos, quizás uno de los más importantes haya sido la obsecación en centrar el conflicto en un clivaje que se reveló inverosímil: en efecto, la división pueblo-oligarquía no logró convertirse en el eje de la disputa política, pese a los esfuerzos del Gobierno por dotar a su posición de un tono épico y plantear el conflicto en términos epopéyicos (en uno de sus discursos menos felices, Kirchner llegó a hablar de “comandos civiles”).


Pero tampoco De Angeli se salió con la suya. Tras los cacerolazos del 2008, la división campo-gobierno no adquirió la magnitud que muchos deseaban y estuvo lejos de convertirse en el eje de la última campaña electoral. Los ruralistas no lograron copar las listas opositoras con sus dirigentes, aunque haya algunos distribuidos aquí y allá, y el debate público no giró en torno de la soja y las retenciones. Pese a ello, es posible pensar que el conflicto del campo dio luz a un clivaje geográfico que antes no existía, una frontera más territorial que, digamos, de clase: las zonas productoras de soja –Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, el interior bonaerense– se volcaron masivamente a la oposición, mientras que las zonas no sojeras –el conurbano, el NOA y la Patagonia– se mantuvieron más cerca del oficialismo.


Las cosas cambiaron con la ley de medios. El Gobierno se impuso en la votación legislativa pese a su derrota en las elecciones del 28 de junio en buena medida gracias a su capacidad de recuperar la línea inicial trazada en términos de dictadura-democracia.


Pero antes una aclaración necesaria. La definición de la ley existente como una herencia del gobierno militar es correcta sólo en parte: en rigor, la vieja norma tenía menos que ver con la censura autocrática que con el clima de época –desregulador, de Estado débil y permisivo con la formación de posiciones dominantes– propio del menemismo. El recurso no es nuevo: uno de los grandes aciertos discursivos del kirchnerismo ha sido identificar a las políticas menemistas con las de la dictadura, lo cual no resulta del todo justo: aunque a cierto progresismo superficial le cueste admitirlo, el menemismo no fue un ciclo autocrático sino un movimiento democrático, revalidado electoralmente media docena de veces y que, al menos en sus inicios, tuvo un componente popular que sería tonto subestimar. Una prueba de ello es la programación de Crónica TV, de indudable ojo clínico para detectar los gustos de los sectores populares: los fines de semana, cuando las familias de las clases bajas suelen permanecer en casa (las salidas y los espectáculos son caros), Crónica TV transmite recitales de Cacho Castaña y de Pimpinela, viejas películas de Sandro, el casamiento de Susana Giménez con Roviralta y documentales sobre Palito Ortega, Maradona y... Carlos Menem, al que se lo ve joven y patilludo subido al menemóvil. En suma, un menemismo mucho más democrático y plebeyo de lo que ahora se admite (aunque el kirchnerismo se vea obligado a negarlo como condición necesaria para legitimar su relación con el PJ y el rol estratégico que desempeñan en su dispositivo político algunos menemistas conversos: Miguel Angel Pichetto, de gran protagonismo en los últimos días, por mencionar uno entre muchos).


Recuperando el hilo de la argumentación, señalemos entonces que el kirchnerismo tuvo la habilidad de definir la disputa por la ley de medios en los términos más convenientes, aunque ello lo haya llevado a distorsionar parcialmente la historia reciente y sobreactuar la identificación (la desdichada comparación del embargo de goles con el secuestro de personas es la señal más clara de estas exageraciones). La estrategia, en todo caso, dio resultado, tal como evidencia la propaganda contra la ley emitida por la Asociación de Telerradiodifusoras Argentinas (ATA): “Todos queremos cambiar la ley de la dictadura, pero para mejor”. Ninguna prueba mejor que ésa: cuando a uno de los actores no le queda más remedio que pelear en el campo y bajo las condiciones decididas por el rival, el resultado ya es predecible. El kirchnerismo había ganado la disputa incluso antes de la votación del Senado.

Geometría variable.

Lo señalado hasta aquí no implica subestimar otros factores que también resultan cruciales a la hora de explicar la aprobación de la ley de medios. No todo en la vida es lenguaje y discurso. En primer lugar, mencionemos la asombrosa atonía de la oposición, que tras derrotar al kirchnerismo en las últimas elecciones hoy luce dividida y a los tumbos. En segundo término, la astucia del Gobierno de tomar un tema largamente demandado –aunque por un sector minoritario de la sociedad– y hacerlo propio, lo que le permitió conectar su iniciativa con un eco histórico y una organización social preexistentes, tal como había hecho, en sus orígenes, con la nulidad de las leyes de obediencia debida y punto final y con el juicio a la Corte Suprema (es interesante comprobar que estas dos cuestiones, al igual que la ley de medios, habían sido discutidas en el seno del Frepaso y la Alianza y dejadas de lado en aras de la gobernabilidad). Finalmente, cabe destacar la decisión de flexibilizar el proyecto enviado por el Ejecutivo y añadirle cambios, entre ellos la exclusión de las telefónicas, lo que le permitió sumar votos de centroizquierda y de un grupo de aliados radicales hasta conseguir una amplia mayoría.


Parece difícil, sin embargo, que esta convergencia se consolide de manera definitiva, como han vuelto a soñar algunos nostálgicos de la transversalidad. Sucede que, aunque el Gobierno estudia proyectos que permitirían avanzar en esquemas de alianzas similares, como la asignación universal por hijo o una nueva ley de entidades financieras, las necesidades de gobernabilidad lo llevan hacia otro lado: las explicaciones de Carlos Tomada el jueves pasado acerca de las dificultades para otorgarle la personería a la CTA son un síntoma de estos apremios. Lo más posible, entonces, es que el kirchnerismo explore acuerdos de geometría variable con el centroizquierda, al tiempo que mantiene sus pilares políticos en el PJ y la CGT. Y es que, a pesar de la ilusión torcuatoditelliana de un campo político dividido en dos pedazos ideológicamente definidos en términos de izquierda-derecha, al final la política argentina casi siempre termina estructurándose alrededor del eje peronismo-antiperonismo. Desde hace medio siglo, ése es nuestro gran clivaje.


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