sábado, 15 de mayo de 2010

DAVID CAMERON: El nieto de la señora Thatcher. El nuevo Primer Ministro Inglés.

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Pero durante la semana se hizo evidente que el primer ministro no contaba con los respaldos suficientes, ni siquiera dentro de su propio partido. Los laboristas entendieron que aferrarse al poder sin la legitimidad que otorga el ganar limpiamente unas elecciones, los llevaría a quedar fuera del escenario por más tiempo del prudente. Brown terminó tirando la toalla, hizo pública su renuncia y la diputada Harriet Harman asumió la conducción del Partido Laborista, que ahora vuelve a la oposición.
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David Cameron, el nieto de la señora Thatcher. El Nuevo Primer Ministro Inglés.
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por Nelson Gustavo Specchia.

Vikio. Gobernabilidad. Sábado 15 de mayo del 2010.


David Cameron lo hizo de nuevo. Logró componer la misma fórmula ensayada por el carismático Tony Blair a mediados de la década de los noventa: juventud, eficiente manejo de la imagen televisiva, mucha seguridad en sí mismo y empatía con la audiencia, en la construcción del personaje. Y modernidad europea, heterodoxia ideológica y renovación partidaria, en el armado de un programa político que le permitiese heredar la conducción del viejo y engolado partido “tory”, pero saltando la valla generacional de la vieja guardia de los abuelos. Y lo logró.

Cameron se quedó en 2005 con un partido que, tras largos años fuera del poder, percibía que sin una renovación –aunque peligrosa- de prácticas y de gentes, ahondaría en el aislamiento al que lo llevó Tony Blair y la irrupción del “new labour”. Luego, Cameron convenció al electorado británico que no era un lobo vestido con traje de confección, sino que su aire de frescura y distención –ratificado objetivamente por sus 43 jóvenes años- era una alternativa válida frente al desgaste, el cansancio y el aburrimiento mediocre del gobierno de Gordon Brown, que no pudo revertir la pendiente de fin de ciclo.

Con estos elementos, David Cameron llegó a las elecciones del pasado 6 de mayo, y su partido logró la mayor cantidad de votos en el recuento general. Mayor cantidad, pero no mayoría parlamentaria, porque el discurso posmoderno, líquido y débil, puede provocar adhesiones, pero muy difícilmente arrastre multitudes. Gran Bretaña quedó durante algunos días en la indefinición del Parlamento “colgado” (“hung parliament”), y comenzaran las especulaciones sobre las posibles alianzas. Con el especial sistema representativo vigente, que privilegia claramente la formación de gobiernos mayoritarios, con alta gobernabilidad y muy estables, los conservadores obtuvieron 306 asientos (36,1 por ciento de los votos), el gobierno laborista de Gordon Brown quedó relegado a un distante segundo lugar, con 258 sitiales (29,1 por ciento); y los Liberal-Demócratas como tercera fuerza –que habían irrumpido sorpresivamente en el tramo final de la campaña- con 57 asientos. Comandados por Nick Clegg, también joven y simpático como el líder “tory”, los Liberal-Demócratas, con un exiguo 23 por ciento de preferencia en el electorado, y a pesar del sistema mayoritario que castiga fuertemente a los partidos menores, tuvieron en sus manos la posibilidad de armar una alianza con uno de los dos grandes, y generar un gobierno de coalición.

Tradición y especulación.

El inglés es un pueblo que goza de sus tradiciones, de todo tipo; muchas de ellas son, inclusive, auténticas. Una de estas indica que el partido más votado, aunque no haya obtenido la mayoría, tiene derecho a reclamar la oportunidad de formar gobierno. Por ello, Cameron esperó a Clegg, y públicamente le ofreció considerar la posibilidad de reformar el sistema de representación que tanto penaliza a los Liberal-Demócratas en las elecciones. Este hubiera sido el camino tradicional. Pero con la llave del acceso al poder en la mano, Nick Clegg barajó durante un par de días alternativas diferentes. Dijo que no se sentía un “hacedor de reyes”, pero no dejó de asistir a una ronda de negociaciones con el todavía primer ministro Brown. Los analistas de los más importantes think tanks británicos, como los profesores de la London School of Economics, o de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Oxford, propusieron en artículos de opinión que, tanto en carácter como en perfiles partidarios, eran muchos más los elementos coincidentes entre los liberal-demócratas con los laboristas, que los factibles de encontrar entre aquellos y los conservadores.

La jugada pareció, en todo caso, un canto de cisne de Gordon Brown, un último manotazo para aferrarse al cargo, y lograr un nuevo período de gobierno en minoría. El sistema político británico no obliga al primer ministro a disolver su gobierno por el hecho de perder unas elecciones, y si consigue alianzas con algunos representantes regionales o con una tercera fuerza atípica –como los liberales-demócratas en este caso- Brown hubiera podido permanecer en la dirección del ejecutivo. Pero una alianza de este tipo, aunque legalmente posible en el sistema político, no habría dejado de ser una asociación de perdedores, y eso es muy difícil de enmascarar, cualquiera sea el discurso con que se la justifique. Y la opinión pública británica, democráticamente madura y experimentada, no es de las que aceptan gato por liebre. De haberse avanzado por esa vía, el resultado más probable hubiera sido un gobierno débil, de socios en coexistencia conflictiva y muy cuestionado en su origen, exactamente lo contrario de lo que se espera para la administración del Reino Unido en una crítica coyuntura de mercados inestables y de crisis en proceso de profundización.

Pero durante la semana se hizo evidente que el primer ministro no contaba con los respaldos suficientes, ni siquiera dentro de su propio partido. Los laboristas entendieron que aferrarse al poder sin la legitimidad que otorga el ganar limpiamente unas elecciones, los llevaría a quedar fuera del escenario por más tiempo del prudente. Brown terminó tirando la toalla, hizo pública su renuncia y la diputada Harriet Harman asumió la conducción del Partido Laborista, que ahora vuelve a la oposición.

Vistas las alternativas, los liberales-demócratas volvieron sobre sus pasos, y decidieron transitar una vez más el camino de la tradición. Acudieron al convite de Cameron, que en todo este tiempo no había perdido el tipo, ni los nervios, ni la paciencia. Sostuvo su convocatoria, aseguró a Clegg que tratarán el tema de la reforma del sistema electoral, y que las otras banderas de los socios integrarán la agenda del nuevo gobierno: analizar la situación de la inmigración irregular, la moratoria nuclear y los gastos militares. Un auténtico gobierno de coalición, dijo, no sólo un pacto de gobernabilidad. Los liberal-demócratas aceptaron, y la reina llamó a David Cameron a Buckingham.

Los cachorros.

Tanto David Cameron como Nick Clegg tienen 43 años. Son el primer ministro y el vice primer ministro más jóvenes de la historia inglesa de los últimos dos siglos. Y sus historias de vida corren en paralelo.

La simpatía del nuevo primer ministro fue caricaturizada como un “pez dentro de un preservativo”, en una hiriente sátira de la prensa británica. Pero Cameron, lejos de ofenderse, les celebró la gracia. La anécdota pinta su carácter, y lo diferencia de los rancios personajes del Partido Conservador. Y más allá de lo espontáneo, las notas pragmáticas y sin demasiados énfasis ideológicos de las que ha hecho gala durante toda la campaña electoral pueden constituir un momento de cambio en el viejo partido “tory”. Cameron viene de una familia acomodada; se educó en Eaton, el colegio privado donde estudian los hijos de la aristocracia, y en la Universidad de Oxford, donde cursó filosofía y ciencias políticas.

Pero respecto del viejo ideario conservador, mantiene las posturas de la menor injerencia gubernamental posible en la vida económica, aunque matiza casi todas las demás: menos tradición y rigidez respecto de las costumbres sociales, aceptación del matrimonio entre personas del mismo sexo, legalización del aborto, apoyo a la sanidad pública. La gran diferencia con la generación de sus abuelos conservadores estriba en la relación con los Estados Unidos y respecto “del Contiente”, con este último, su anti-europeísmo es menos militante, y con el gran socio americano, no asegura una alianza incondicional (ni siquiera apoyó entusiastamente la guerra de Irak). Quizá sea la cara nueva del conservadurismo, aunque también pueda ser el líder que lleve a la derecha británica más cerca del centro.

De Nick Clegg, su nuevo vice primer ministro, dicen que además de simpático y joven es intuitivo, abierto, y liberal en serio. Mucho más cerca de Europa que Cameron, su internacionalismo le viene desde la propia biografía: su madre es holandesa, su padre es hijo de rusos, su esposa es española; y habla inglés, holandés, alemán, francés y español. También de familia acomodada, no estudió en Oxford como su jefe, pero sí antropología social en Cambridge, otra de los grandes campus universitarios de fama mundial. Le sedujo unirse a los “tories” durante algunos años, aunque luego se mudó a los liberales-demócratas, de cuyo liderazgo se hizo el mismo año en que Cameron comenzaba a comandar a los conservadores. Dos vidas paralelas.

De la mano de los cachorros, y tras los años de hierro de lady Margaret Thatcher, que ocupó el número 10 de Downing Street entre 1979 y 1990, sus nietos vuelven al poder en Londres. Y con una receta de imagen inventada por Tony Blair, el dirigente de la nueva izquierda inglesa que los había empujado del escenario. La política también nutre al flemático humor inglés.
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