jueves, 14 de julio de 2011

En el comienzo de un largo viaje: Crepúsculo del capitalismo, nostalgias, herencias, barbaries y esperanzas a comienzos del siglo XXI .

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Se repitió así la secuencia especulativa de fines de los años 1990 y de 2007 pero con una diferencia decisiva: el contexto de la burbuja actual no es el crecimiento de la economía sino la recesión (o en el mejor de los casos el estancamiento). Las burbujas anteriores (bursátiles, inmobiliarias, comerciales, etc.) interactuaban “positivamente” con el resto de las actividades económicas; la subas en los precios de las acciones o de las viviendas alentaban el consumo y la producción y a su vez estos crecimientos generaban fondos que en buena medida se volcaban hacia los negocios especulativos produciéndose así una suerte de círculo virtuoso especulativo-consumista-productivo de carácter global en última instancia perverso, destinado a mediano plazo al desastre pero que causaba prosperidad en el corto plazo. Por el contrario la burbuja bursátil de 2009 contrasta con bajos niveles de consumo e inversiones productivas y altos niveles de desocupación. Los excedentes de capitales bloqueados por una economía productiva declinante consiguen beneficios en la especulación financiera, lo que se produce entonces gracias a los fabulosos salvatajes financieros de los gobiernos es un circulo vicioso basado en la especulación financiera y el crecimiento débil o negativo.


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En el comienzo de un largo viaje: Crepúsculo del capitalismo, nostalgias, herencias, barbaries y esperanzas a comienzos


del siglo XXI .


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Jorge Beinstein


¿Comienzo del fin (o fin del comienzo) de la crisis?


Desde el inicio de 2009 Ben Bernanke señalaba que antes del fin de ese año comenzarían a verse síntomas claros de superación de la crisis y hacia el mes de agosto anunció que “lo peor de la recesión ha quedado atrás” (1). Antes de que estallara la bomba financiera en septiembre de 2008 Bernanke pronosticaba que dicho estallido nunca iba a ocurrir, y cuando finalmente ocurrió su nuevo pronóstico era que en poco tiempo llegaría la recuperación, ahora el Presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos ha decidido no esperar más y le anuncia al mundo el comienzo del fin de la pesadilla.


No ha sido el único en hacerlo, una apabullante campaña mediática ha venido utilizando algunas señales aisladas para imponer esa idea. Así fue como el renacimiento de la burbuja bursátil global desde mediados de marzo fue presentada como un síntoma de mejoría económica general, una nube de “expertos” nos explicó que la euforia de la Bolsa estaba anticipando el fin de la recesión.


En realidad las inyecciones masivas de dinero de los gobiernos de las grandes potencias económicas beneficiando principalmente al sistema financiero generaron enormes excedentes de fondos que, en condiciones de enfriamiento generalizado de la producción y el consumo, encontraron en los negocios bursátiles un espacio favorable para rentabilizar sus capitales.


Jugando al alza de los valores de las acciones empujaban hacia arriba sus precios lo que a su vez incitaba a invertir más y más dinero en la Bolsa. A esto debemos agregar que el motor de la euforia bursátil mundial, la bolsa de los Estados Unidos, además del dinero derivado de los salvatajes locales ha estado recibiendo importantes flujos de fondos especulativos externos que aprovechando la persistente caída del dólar se precipitaron a comprar acciones baratas y en alza.


Se repitió así la secuencia especulativa de fines de los años 1990 y de 2007 pero con una diferencia decisiva: el contexto de la burbuja actual no es el crecimiento de la economía sino la recesión (o en el mejor de los casos el estancamiento). Las burbujas anteriores (bursátiles, inmobiliarias, comerciales, etc.) interactuaban “positivamente” con el resto de las actividades económicas; la subas en los precios de las acciones o de las viviendas alentaban el consumo y la producción y a su vez estos crecimientos generaban fondos que en buena medida se volcaban hacia los negocios especulativos produciéndose así una suerte de círculo virtuoso especulativo-consumista-productivo de carácter global en última instancia perverso, destinado a mediano plazo al desastre pero que causaba prosperidad en el corto plazo.


Por el contrario la burbuja bursátil de 2009 contrasta con bajos niveles de consumo e inversiones productivas y altos niveles de desocupación. Los excedentes de capitales bloqueados por una economía productiva declinante consiguen beneficios en la especulación financiera, lo que se produce entonces gracias a los fabulosos salvatajes financieros de los gobiernos es un circulo vicioso basado en la especulación financiera y el crecimiento débil o negativo.


En el caso del gobierno norteamericano este efecto negativo fue suavizado a través de enormes subsidios que consiguieron apuntalar algunos consumos y de ese modo desacelerar primero y más adelante revertir la curva descendente del Producto Bruto Interno. A las fuertes caídas del último trimestre de 2008 y del primero de 2009 le sucedió un descenso suave en el segundo trimestre y un crecimiento en el tercero empujado por los subsidios gubernamentales para la compra de automóviles y viviendas más los gastos militares, pero detrás de esa efímera recuperación aparece la expansión desenfrenada del déficit fiscal y del endeudamiento público.


Es evidente que la economía norteamericana no sale de la trampa de la decadencia, los alivios transitorios, las tentativas de recuperación, los crecimientos drogados fortalecen, recomponen los mecanismos parasitarios que la han llevado al desastre actual. Y el hundimiento del imperio (del centro articulador del mundo capitalista) arrastra al conjunto del sistema mundial.


Ahora, hacia fines de 2009, nos encontramos a la espera de una próxima segunda caída recesiva (el año 2010 podría ser el período de dicha catástrofe) seguramente mucho más fuerte que la desatada en el último trimestre de 2008. Los salvatajes financieros globales de 2008-2009 desaceleraron la caída económica pero generando enormes déficits fiscales en las potencias centrales que las coloca ante graves amenazas inflacionarias y de debilitamiento extremo en la capacidad de pago de sus Estados, cuya generosidad fiscal (hacia las grandes empresas y las instituciones financieras) no consiguió generar el ansiado despegue de la inversión y el consumo que anunciaban sus dirigentes.


Según ellos ese prometido golpe de demanda debería producir la reactivación durable de la economía mundial y en consecuencia la reducción de los déficits, la anulación del peligro hiperinflacionario, etc. Apenas lograron modestas reactivaciones de ciertos consumos, algunas ilusiones estadísticas (crecimientos del PBI, etc.) y más parasitismo. El fracaso es evidente, lo que no impide que vuelvan una y otra vez a aplicar sus inútiles medicinas intervencionistas (en una curiosa combinación ideológica de neoliberalismo y neokeynesiamo financiero), lo harán hasta que se les agoten los recursos, prisioneros de la locura general del sistema. En sus cerebros no entra la realidad del violento cambio de época que ha convertido en obsoletos sus viejos instrumentos.


Peor aún, no se trata solo de una “crisis económica”, otras “crisis” están a la vista y en cualquier momento podrían golpear con fuerza a un sistema global muy frágil, entre ellas debemos destacar a las crisis energética y alimentaria (que se hicieron presentes durante el año 2008). O a la degradación del complejo militar-industrial de los Estados Unidos involucrando al conjunto de aparatos militares de la OTAN empantanados en las guerras de Irak y Afganistán-Pakistán, sumergido en una catastrófica crisis de percepción: la sorprendente resistencia de esos pueblos periféricos desborda su capacidad de comprensión de la realidad, se repite a niveles mucho más elevados el “efecto Vietnam” o el desconcierto de Hitler ante la avalancha soviética.


También es necesario mencionar a las crisis urbana y ambiental que junto a la declinación de valores morales y culturales, de creencias sociales, van ahogando gradualmente a los paradigmas decisivos del mundo burgués, desordenando, deteriorando a los sistemas políticos, a las estructuras de innovación productiva, a los mecanismos de manipulación mediática.


En suma, nos encontramos ante la apariencia de una convergencia de numerosas “crisis”, en realidad se trata de una única crisis gigantesca, con diversos rostros, de dimensión (planetaria) nunca antes vista en la historia, su aspecto es el de un gran crepúsculo que amenaza prolongarse durante un largo período.


1968-2007: la etapa preparatoria


La crisis actual ha tenido un largo período de gestación (aproximadamente entre 1968 y 2007), durante el cual se desarrolló una crisis crónica de sobreproducción que fue acumulando parasitismo y depredación del ecosistema. El proceso de esas cuatro décadas puede ser interpretado como una postergación del desastre gracias a la expansión financiera-militar (centrada en los Estados Unidos), la integración periférica de mano de obra industrial barata (China, etc.), la depredación acelerada de recursos naturales (en especial los energéticos no renovables) y el pillaje financiero de un amplio abanico de países subdesarrollados. También puede ser visto bajo la forma de una “fuga hacia adelante” del sistema impulsada por sus grandes motores parasitarios.


Ambas visiones deberían ser integradas utilizando el concepto de “capitalismo senil” (2), es decir de un fenómeno de envejecimiento avanzado del sistema que despliega todo su complejo instrumental anti-crisis acumulado en una larga historia bisecular pero que sin embargo no puede impedir el agravamiento de sus enfermedades, su decadencia.


La expansión del parasitismo y la declinación de la dinámica productiva global constituyen procesos estrechamente vinculados: desde mediados de los años 1970 las tasas de crecimiento del Producto Bruto Mundial se movieron de manera irregular en torno de una línea descendente mientras que la especulación financiera se expandía a un ritmo vertiginoso.


Si observamos el comportamiento de las tres economías centrales: los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón, constataremos que a lo largo de las tres últimas décadas la caída de sus tasas de crecimiento del capital neto (la tasa de acumulación) contrastó con el aumento de los beneficios empresarios, la clave del fenómeno está en la creciente orientación del conjunto de esas economías hacia la especulación financiera (3). La hipertrofia financiera fue a la vez causa y efecto de la decadencia productiva; la desaceleración de la llamada “economía real” generaba fondos ociosos que eran derivados hacia la especulación como vía de salida para rentabilizar el capital, en consecuencia dichas actividades se expandían absorbiendo capitales disponibles, dominando con su subcultura virtualista del beneficio inmediato a la totalidad del sistema, degenerándolo, haciéndole perder dinamismo. Un estudio riguroso del fenómeno demuestra que no existen dos esferas opuestas una financiera y otra productiva con comportamientos diferenciados, por el contrario nos encontramos ante un único espacio de negocios fuertemente interrelacionados, muchas veces con operadores económicos combinando ambas actividades. Desde el punto de vista macroeconómico no es posible describir sus trayectorias sin integrarlas en una dinámica capitalista común apuntando hacia la maximización de los beneficios.


Por su parte el Complejo Militar-Industrial norteamericano sufrió un golpe muy duro al ser derrotado en Vietnam a mediados de los años 1970, pero las necesidades estructurales del capitalismo le dieron nuevo impulso y realizó un enorme salto cuantitativo al comenzar la década de los 1980 con el mega programa militar del presidente Reagan. Luego pareció quedar bloqueado al ganar los Estados Unidos la Guerra Fría a comienzos de los 1990, ¿cómo legitimar aumentos de gastos cuando había desaparecido el enemigo?, sin embargo al concluir esa década el Imperio había podido fabricar un extraño “enemigo” que permitió una nueva expansión militarista.


Se trató del “terrorismo internacional”, un contrincante difuso, altamente virtual, justificación de una prolongada aventura colonial en Eurasia, tratando de controlar la franja territorial que se extiende desde los Balcanes hasta Pakistán, atravesando Irak, Irán, los países del Asia Central, en cuyo corazón (alrededor del Golfo Pérsico y la Cuenca del Mar Caspio) se encuentra cerca del 70 % de los recursos petroleros del planeta.


La victoria en esa guerra le habría permitido al Imperio acorralar a Rusia y a China y asegurar la fidelidad de su gran aliado estratégico: la Unión Europea, consolidando así su hegemonía, imponiendo condiciones financieras y comerciales muy duras al resto del mundo ya que la economía imperial declinante necesitaba dosis crecientes de riquezas externas para sobrevivir.


Como en el pasado se conjugaron las necesidades “internas”. propias de la reproducción de la economía norteamericana (donde los gatos militares cumplen un rol decisivo) con la necesaria reproducción de la explotación imperialista. En ese sentido no se trató de un fenómeno nuevo; en los años 1930 los gastos militares les permitieron a los Estados Unidos salir de la recesión y al mismo tiempo emerger como la gran superpotencia capitalista después de la Segunda Guerra Mundial, luego más de cuarenta años de Guerra Fría constituyeron una importante contribución al crecimiento de su Producto Bruto Interno superando diversas amenazas recesivas (hacia fines de los años 1940, a comienzos de los años 1980, etc.). Lo novedoso de la última militarización (a partir del final de la década de los 1990) estuvo dado por la extrema deformación parasitaria de la sociedad imperial lo que significó el desarrollo de una etapa radicalmente diferente de todas las anteriores.


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Declinación del centro del mundo.


Es necesario constatar que nos encontramos ante la declinación del centro del mundo: los Estados Unidos, y que esa decadencia no se corresponde con el ascenso de ningún otro centro imperialista mundial de remplazo, las otras grandes potencias (Unión Europea, Japón, Rusia, China) se encuentran todas embarcadas en el mismo buque global a la deriva.


Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial el capitalismo se estructuró en torno de los Estados Unidos, espacio fundamental de todos los negocios (productivos, financieros, mediáticos, etc.), su degradación desde comienzos de los años 1970 y su descenso actual expresa un mal universal, el parasitismo estadounidense no ha sido otra cosa que su manifestación específica, central, acelerada por la crisis crónica global de sobreproducción (incluidos los seudo milagros como la expansión china, el renacimiento ruso o la integración europea).


El parásito norteamericano consumía por encima de su capacidad productiva porque las economías de Europa, China, Japón, etc., necesitaban venderle sus bienes y servicios, invertir sus excedentes financieros. Se trató de una interdependencia cada vez más profunda, se la llamó “globalización” y la propaganda neoliberal la describió como una suerte de etapa superior del capitalismo, superadora positiva del sistema vigente entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la crisis de los años 1970.


Fue construida la imagen idílica de un capitalismo transnacional liberado de la tutela de los grandes estados nacionales y creciendo indefinidamente en torno de los círculos virtuosos interrelacionados de la revolución tecnológica, la expansión del consumo y de las finanzas globales, en realidad lo que se impuso fue un capitalismo global completamente hegemonizado por los negocios financieros y articulado en torno de un gran centro imperialista con claros síntomas de decadencia, acumulando deudas públicas y privadas, externas e internas, cada vez más dependiente de sus periferias desarrolladas y subdesarrolladas.


Sería un grueso error señalar al fenómeno parasitario como a un hecho específico, exclusivo de la sociedad norteamericana, deberíamos entenderlo como un proceso mundial. La financierización, la proliferación de redes mafiosas y negocios gangsteriles (como el tráfico de drogas, la prostitución, los saqueos de empresas públicas periféricas, etc.) atraviesa a todas las elites capitalistas de los países centrales y produjo una rápida reconversión-degradación de numerosas burguesías del llamado mundo subdesarrollado transformadas en auténticas lumpen-burguesías periféricas.


Podría decirse que el caso chino es la excepción pero no es así, China es una gran exportadora industrial pero acumula fabulosos excedentes financieros, cumple un rol muy importante en los negocios especulativos mundiales, sus elites dirigentes son altamente corruptas y en última instancia su industrialización es completamente funcional a la reproducción del capitalismo finanancierizado global, especialmente del desarrollo más reciente de la economía norteamericana suministrándole mercancías baratas y acumulando a cambio dólares, bonos del tesoro y otros papeles. De ese modo la elite china participa activamente en la fiesta parasitaria global, forma parte del restringido club de los ricos del mundo (su base social de obreros y campesinos forma parte de la masa proletaria universal de pobres, oprimidos y explotados).


Por otra parte la realidad de la crisis desmiente las fantasías de los “desacoples” nacionales o regionales respecto del hundimiento de los Estados Unidos, muestra por el contrario la desesperación de las otras grandes potencias ante la declinación de su espacio central de negocios.


Lo que estamos presenciando no es el remplazo de la unipolaridad por alguna forma de multipolaridad eficaz, por un reparto completo del mundo entre potencias centrales, sino su desplazamiento paulatino por un proceso de despolarización donde se van abriendo múltiples espacios en los que los controles imperialistas (norteamericanos, europeos u otros) se están aflojando, es decir donde la articulación capitalista del mundo se debilita al ritmo de la crisis. Y los antecedentes históricos (sobre todo si pensamos en lo que ocurrió a partir de la Primera Guerra Mundial) señalan que si eso ocurre, si la jerarquía mundial del capitalismo (económica, política, cultural, militar) entra en crisis entonces irrumpen las condiciones objetivas y subjetivas para las rebeliones de las víctimas del sistema.


No se trata de un proceso ordenado, incluye tentativas de redespliegue imperialista, de reconversión estratégica de los mecanismos de dominación (como el actualmente en curso en los Estados Unidos bajo la presidencia de Barak Obama), de aprovechamientos por parte de otras grandes potencias que tratan de apropiarse de espacios donde el poder imperial norteamericano se ha debilitado, de autonomizaciones periféricas a veces exitosas y otras muy embrolladas y condenadas al fracaso. Cuando ciertos gurúes occidentales muestran su preocupación ante el posible desarrollo de lo que califican como despolarización caótica (4) están expresando un gran miedo universal, consciente o inconsciente, frente a la perspectiva de la reaparición del odiado fantasma anticapitalista, varias veces declarado muerto y exorcizado, pero siempre amenazante.


De las crisis de sobreproducción a la crisis general de subproducción (agotamiento de la civilización burguesa)


El desenlace de 2007-2008, inicio del largo crepúsculo del sistema, no constituyó ninguna sorpresa, estaba escrito en los avatares de la crisis-controlada de las últimas cuatro décadas. Más aún, es posible detectar caminos, procesos que a lo largo de cerca de dos siglos recorren toda la historia del capitalismo industrial desembocando ahora en su declinación general, gérmenes de parasitismo anunciadores de la futura decadencia presentes desde el nacimiento del sistema, durante su expansión juvenil y mucho más en su madurez.


La sucesión de las crisis de sobreproducción en el capitalismo occidental durante el siglo XIX no marcó un sencillo encadenamiento de caídas y recuperaciones a niveles cada vez más altos de desarrollo de fuerzas productivas, luego de cada depresión el sistema se recomponía pero acumulando en su recorrido masas crecientes de parasitismo.


El cáncer financiero irrumpió triunfal entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX y obtuvo el control absoluto del sistema siete u ocho décadas después, pero su desarrollo había comenzado mucho tiempo antes, financiando a estructuras industriales y comerciales cada vez más concentradas y a los estados imperialistas donde se expandían las burocracias civiles y militares. La hegemonía de la ideología del progreso y del discurso productivista sirvió para ocultar el fenómeno, instaló la idea de que el capitalismo a la inversa de las civilizaciones anteriores no acumulaba parasitismo sino fuerzas productivas que al expandirse creaban problemas de inadaptación superables al interior del sistema mundial, resueltos a través de procesos de “destrucción-creadora”. El parasitismo capitalista a gran escala cuando se hacía evidente era considerado como una forma de “atraso” o una “degeneración” pasajera en la marcha ascendente de la modernidad.


Dicha marea ideológica atrapó también a buena parte del anticapitalismo (en última instancia “progresista”) de los siglos XIX y XX, convencido de que la corriente imparable del desarrollo de las fuerzas productivas terminaría por enfrentar al bloqueo de las relaciones capitalistas de producción, saltando por encima de ellas, aplastándolas con una avalancha revolucionaria de obreros industriales de los países más “desarrollados a los que seguirían los llamados “países atrasados”. La ilusión del progreso indefinido (más o menos turbulento) ocultó la perspectiva de la decadencia, de esa manera dejó a medio camino al pensamiento crítico, le quitó radicalidad con consecuencias culturales negativas evidentes para los movimientos de emancipación de los oprimidos del centro y de la periferia.


Por su parte el militarismo moderno hunde sus raíces en el siglo XIX occidental, desde las guerras napoleónicas, llegando a la guerra franco-prusiana hasta irrumpir en la Primera Guerra Mundial como “Complejo Militar-Industrial”. Fue percibido en un comienzo como un instrumento privilegiado de las estrategias imperialistas y más adelante como reactivador económico del capitalismo. Solo se veía un aspecto del problema pero se ignoraba o subestimaba su profunda naturaleza parasitaria, el hecho de que detrás del monstruo militar al servicio de la reproducción del sistema se ocultaba un monstruo mucho más poderoso a largo plazo, consumidor improductivo, multiplicador de desequilibrios, de irracionalidad en el sistema de poder.


Actualmente el Complejo Militar-Industrial norteamericano (en torno del cual se reproducen los de sus socios de la OTAN) gasta en términos reales más de un billón (un millón de millones) de dólares (5), contribuye de manera creciente al déficit fiscal y por consiguiente al endeudamiento del Imperio (y a la prosperidad de los negocios financieros beneficiarios de dicho déficit). Su eficacia militar es declinante pero su burocracia es cada vez mayor, la corrupción ha penetrado en todas sus actividades, ya no es el gran generador de empleos como en otras épocas, el desarrollo de la tecnología industrial-militar ha reducido significativamente esa función. La época del keynesianismo militar como eficaz estrategia anti-crisis pertenece al pasado (6).


Presenciamos en los Estados Unidos la integración de negocios entre la esfera industrial-militar, las redes financieras, las grandes empresas energéticas, las camarillas mafiosas, las “empresas” de seguridad y otros actividades muy dinámicas conformando el espacio dominante del sistema de poder imperial.


Tampoco la crisis energética en torno de la llegada del “Peak Oil” (la franja de máxima producción petrolera mundial a partir de la cual se desarrolla su declinación) debería ser restringida a la historia de las últimas décadas, es necesario entenderla como fase declinante del largo ciclo de la explotación moderna de los recursos naturales no renovables, desde el comienzo del capitalismo industrial que pudo realizar su despegue y posterior expansión gracias a esos insumos energéticos abundantes, baratos y fácilmente transportables desarrollando primero el ciclo del carbón bajo hegemonía inglesa en el siglo XIX y luego el del petróleo bajo hegemonía norteamericana en el siglo XX.


Ese ciclo energético bisecular condicionó todo el desarrollo tecnológico del sistema y expresó, fue la vanguardia de la dinámica depredadora del capitalismo extendida al conjunto de recursos naturales y del ecosistema en general.


Lo que durante casi dos siglos fue considerado como una de las grandes proezas de la civilización burguesa, su aventura industrial y tecnológica, aparece ahora como la madre de todos los desastres, como una expansión depredadora que pone en peligro la supervivencia de la especie humana que la había desatado.


En síntesis, el desarrollo de la civilización burguesa durante los dos últimos siglos (con raíces en un pasado occidental mucho más prolongado) ha terminado por engendrar un proceso irreversible de decadencia, la depredación ambiental y la expansión parasitaria, estrechamente interrelacionadas, están en la base del fenómeno.


La dinámica del desarrollo económico del capitalismo marcada por una sucesión de crisis de sobreproducción constituye el motor del proceso depredador-parasitario que conduce inevitablemente a una crisis prolongada de subproducción. Desde una mirada superficial se podría concluir que dicha crisis ha sido causada por factores exógenos al sistema: perturbaciones climáticas, escasez de recursos energéticos, etc., que bloquean o incluso hacen retroceder al desarrollo de las fuerzas productivas. Sin embargo una reflexión más rigurosa nos demuestra que la penuria energética y la degradación ambiental son el resultado de la dinámica depredadora del capitalismo obligado a crecer indefinidamente para no perecer, aunque precisamente dicho crecimiento termina por destruir al sistema.


Existe una interrelación dialéctica perversa entre la expansión de la masa global de ganancias, su velocidad creciente, la multiplicación de las estructuras burocráticas civiles y militares de control social, la concentración mundial de ingresos, el ascenso de la marea parasitaria y la depredación del ecosistema.


Las revoluciones tecnológicas del capitalismo han sido en apariencia sus tablas de salvación, y lo han sido durante mucho tiempo incrementando la productividad industrial y agraria, mejorando las comunicaciones y transportes, etc., pero en el largo plazo histórico, en el balance de varios siglos constituyen su trampa mortal: terminan por degradar el desarrollo que han impulsado al estar estructuralmente basadas en la depredación ambiental, al generar un crecimiento exponencial de masas humanas súper explotadas y marginadas.


La cultura técnica de la civilización burguesa se apoya en un doble combate: el del hombre contra la “naturaleza” (el contexto ambiental de su vida) convertida en objeto de explotación, realidad exterior y hostil a la que es necesario dominar, devorar, y en consecuencia del hombre (burgués) contra el hombre (explotado, dominado) convertido en objeto manipulable.


El progreso técnico integra así el proceso de auto destrucción general del capitalismo en la ruta hacia un horizonte de barbarie, esta idea va mucho más allá del concepto de bloqueo tecnológico o de “limite estructural del sistema tecnológico” tal como fue formulado por Bertrand Gille (7). No se trata de la incapacidad de sistema tecnológico de la civilización burguesa para seguir desarrollando fuerzas productivas sino de su alta capacidad en tanto instrumento de destrucción neta de fuerzas productivas.


En síntesis, la historia de las crisis de sobreproducción concluye con una crisis general de subproducción, como un proceso de destrucción, de decadencia sistémica en el largo plazo. Esto significa que la superación necesaria del capitalismo no aparece como el paso indispensable para proseguir “la marcha del progreso” sino en primer lugar como tentativa de supervivencia humana y de su contexto ambiental.


El proceso de decadencia en curso debe ser visto como la fase descendente de un largo ciclo histórico iniciado hacia fines del siglo XVIII (8) que contó con dos grandes articuladores hoy declinantes: el ciclo de la dominación imperialista anglo-norteamericano (etapa inglesa en el siglo XIX y norteamericana en el siglo XX) y el ciclo del estado burgués desde su etapa “liberal industrial” en el siglo XIX, pasando por su etapa intervencionista productiva (keynesiana clásica) en buena parte del siglo XX para llegar a su degradación “neoliberal” a partir de los años 1970-1980.


En fin, es necesario señalar que la convergencia de numerosas “crisis” mundiales puede indicar la existencia de una perturbación grave pero no necesariamente el despliegue de un proceso de decadencia general del sistema. La decadencia aparece como la última etapa de un largo súper ciclo histórico, su fase declinante, su envejecimiento irreversible (su senilidad), el agotamiento de sus diversas funciones. Extremando los reduccionismos tan practicados por las “ciencias sociales” podríamos hablar de “ciclos” energético, alimentario, militar, financiero, productivo, estatal, etc., y así describir en cada caso trayectorias que despegan en Occidente entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX con raíces anteriores e involucrando espacios geográficos crecientes hasta


asumir finalmente una dimensión planetaria y luego declinar cada uno de ellos. La coincidencia histórica de todas esas declinaciones y la fácil detección de densas interrelaciones entre todos esos “ciclos” nos sugieren la existencia de un único súper ciclo que los incluye a todos. Dicho de otra manera, la hipótesis es que se trata del ciclo de la civilización burguesa que se expresa a través de una multiplicidad de “aspectos” (productivo, moral, político, militar, ambiental, etc.).



Nostalgias, herencias y esperanzas


En la izquierda pululan los nostálgicos del siglo XX que es presentado como un período de grandes revoluciones socialistas y antiimperialistas, desde la revolución rusa hasta la victoria vietnamita pasando por la revolución china, las victorias anticolonialistas en Asia y África, etc. Frente a esa sucesión de olas revolucionarias lo que llegó después, en las últimas décadas del siglo XX, aparece como una desgracia.


Aunque también es posible mirar a ese “periodo maravilloso” como a una sucesión de desilusiones, de tentativas liberadoras fracasadas. Además las esperanzas (acunadas desde mediados del siglo XIX) en victorias proletarias en el corazón del mundo burgués, en la Europa más desarrollada e incluso en la neo-Europa norteamericana: los Estados Unidos, nunca se concretaron, el peso cultural del capitalismo generando barbaries fascistas o “civilizadas” integraciones keynesianas disipó toda posibilidad de superación poscapitalista. La última gran crisis del sistema desatada a comienzos de los años 1970 no produjo un corrimiento hacia la izquierda del mundo sino todo lo contrario.


Todo ello contribuyó a confirmar la creencia simplista, demoledora, de que el capital “siempre encuentra alguna salida” (tecnológica, política, militar, etc.) a sus crisis, se trata de un prejuicio con raíces muy profundas forjado durante mucho tiempo.


Destruir ese mito constituye una tarea decisiva en el proceso de superación de la decadencia, si ese objetivo no es logrado la trampa burguesa nos impedirá salir de un mundo que se va hundiendo en la barbarie, así ocurrió a lo largo de la historia con otras civilizaciones decadentes que pudieron preservar su hegemonía cultural degradando, neutralizando una tras otra todas las posibles salidas superadoras.


Sin embargo el hecho de que el capitalismo haya ingresado en su período de declinación significa entre otras cosas la aparición de condiciones civilizacionales para la irrupción de elementos prácticos y teóricos que podrían servir como base para el despegue (destructivo-creador) del anticapitalismo en tanto fenómeno universal. Para ello es necesario (urgente) desplegar la crítica radical e integrarla con las resistencias y los movimientos insurgentes y a partir de allí con el abanico más amplio de masas populares golpeadas por el sistema.


La clave histórica de ese proceso necesario es la aparición de un movimiento anticapitalista plural, innovador (que podríamos denominar en una primera aproximación como humanismo revolucionario o comunismo radical) consagrado al desarrollo de sujetos populares revolucionarios, de rupturas, revoluciones, destrucciones de los sistemas de poder, de opresiones imperialistas, de estructuras de reproducción del capitalismo. Su despliege puede ser pensado como un doble fenómeno de innovación social y de recuperación de memorias, de proyectos de igualdad y libertad que atravesaron los dos últimos siglos siglos en los paises centrales y periféricos. Complejo proceso universal teórico-práctico de recuperación de raíces, identidades aplastadas por las modernizaciones capitalistas, de critica integral, intransigente contra las trampas ideológicas del sistema, sus diversos fetichismos (de la tecnología, de la auto-realización individualista, disociadora, del consumo desenfrenado, de la cosificación del ecosistema). Guerra global prolongada, conquista destructiva (revolucionaria) de los sistemas de poder es decir renacimiento de la idea de revolución, de ofensiva liberadora contra los opresores internos y externos, autopraxis emancipadora de los oprimidos, rechazo combatiente de todas las tentativas de estabilización del sistema.


La decadencia aparece bajo la forma de una inmensa totalidad burguesa ineludible, su superación solo es posible a partir del desarrollo de su negación absoluta, de la irrupción de una “totalidad negativa” universal (9) que en la condiciones concretas del siglo XXI debería presentarse como convergencia de los marginados, oprimidos y explotados del planeta. No como sujeto solitario o aislado sino como aglutinador, como espacio insurgente de encuentro de una amplio abanico de fuerzas sociales rebeldes, como víctima absoluta de todos los males de la civilización burguesa y en consecuencia como líder histórico de la regeneración humana (reinstalación-recomposición de la visión de Marx del “proletariado” como sujeto universal emancipador).


Aquí es necesario señalar una diferencia decisiva entre la situación actual y las condiciones culturales en las que se apoyó el ciclo de revoluciones que despegó con la Primera Guerra Mundial. El actual comienzo de crisis dispone de una herencia única que es posible resumir como la existencia de un gigantesco patrimonio democrático, igualitario, acumulado a lo largo del siglo XX a través de grandes tentativas emancipadoras revolucionarias, reformistas, anti-imperialistas más o menos radicales, incluso con objetivos socialistas muchas de ellas. Centenares de millones de oprimidos y explotados, en todos los continentes, realizaron un aprendizaje excepcional, obtuvieron victorias, fracasaron, fueron engañados por usurpadores de todo tipo, recibieron el ejemplo de dirigentes heroicos, etc. Esta es otra manera de mirar al siglo XX: como una gigantesca escuela de lucha por la libertad donde lo mejor de la humanidad ha aprendido muchas cosas que han quedo grabadas en su memoria histórica no como recuerdo pesimista de un pasado irreversible sino como descubrimiento, como herramienta cultural cargada definitivamente en su mochila de combate. Hacia 1798, cuando las esperanzas generadas por la Revolución Francesa agonizaban Kant sostenía con tozudez que “un fenómeno como ese no se olvida jamás en la historia humana... es demasiado grande, demasiado ligado al interés de la humanidad, demasiado esparcido en virtud de su influencia sobre el mundo, por todas sus partes, para que los pueblos no lo recuerden en alguna ocasión propicia y no sean incitados por ese recuerdo a repetir el intento” (10). El siglo XX equivale a decenas de revoluciones libertarias como la francesa, y mucho más que eso si lo vemos desde el punto de vista cualitativo.


El patrimonio cultural democrático disponible ahora por la humanidad oprimida, almacenado en su memoria, al comenzar la crisis más grande de la historia del capitalismo es mucho más vasta, rica, densa que la existente al comenzar la anterior crisis prolongada del sistema (1914-1945). El post-capitalismo no solo constituye una necesidad histórica (determinada por la decadencia de la civilización burguesa) sino una posibilidad real, tiene una base cultural inmensa nunca antes disponible. La esperanza, el optimismo histórico aparecen, son visibles a través de las ruinas, de las estructuras degradadas de un mundo injusto.


Cuatro aclaraciones son necesarias.


Primero, a comienzos del siglo XXI el sistema global ha ingresado en el período de crecimiento cero, negativo o muy débil, ello no se debe a la rebelión popular contra el crecimiento alienante y destructor del medio ambiente sino a la decadencia de la civilización burguesa. En los años 1970 Joseph Gabel expresaba sus temores ante las consecuencias del agotamiento de los recursos naturales (era la época de los shocks petroleros y de la teoría de “los límites del crecimiento”) y en consecuencia de la instalación de sociedades de penuria, de supervivencia, fundadas en la distribución autoritaria, hiperelitista de los escasos bienes disponibles. Gabel señalaba que las utopías igualitarias se basan en la abundancia de bienes, en el fin de la miseria, etc., opuestas a las experiencias de las sociedades de supervivencia basadas en la distribución jerárquica del poder y los bienes (11).


Podríamos imaginar un escenario siniestro donde luego del desmoronamiento de la cultura del consumismo ante la evidencia del fin del crecimiento (por lo menos a mediano plazo) el sistema genere una suerte de reconversión ideológica apoyada en la idea de austeridad autoritaria, en la instalación de un conformismo profundamente conservador y ultra elitista apuntalado por un bombardeo mediático gigantesco e ininterrumpido y por sistemas represivos eficaces, en suma, algo así como un neofascismo estabilizador. Para realizar exitosamente esa reconversión cultural el capitalismo necesitaría disponer de una capacidad de control social universal, de asimilación de sus contradicciones y de un tiempo de desarrollo que actualmente no son visibles, todo parece indicar que su dinámica cultural, el inmenso peso de sus intereses inmediatos, las debilidades de sus sistemas de control social (incluida el arma mediática), su fragmentación, hacen muy poco probable semejante futuro. Por el contrario la reciente experiencia de los halcones norteamericanos, la esencia parasitaria de las elites dominantes mundiales sugiere escenarios turbulentos de redespliegues militaristas-imperialistas, de rebeliones sociales, etc.


Queda pendiente el tema del decrecimiento de los recursos naturales disponibles y en consecuencia de las técnicas productivas y del tipo de bienes producidos. Una metamorfosis social compleja es posible sobre la base de la decadencia del sistema reinstalando utopías igualitarias basadas a su vez en la abundancia (punto de partida para la superación del mercado, para la extensión de la gratuidad, etc.). Obviamente abundancia de “otro tipo”, fraternal, creativa y no consumista-pasiva, reconciliada con la comunidad y la naturaleza. De esa manera la farsa capitalista de la “abundancia general” (objetivo inalcanzable, contradictorio con la reproducción del sistema) o la pesadilla de la sociedad de supervivencia (autoritaria, represiva, elitista) se contrapone a la utopía de la sociedad igualitaria de abundancia (otros bienes, otras técnicas, otras formas de relación entre los seres humanos y de estos con su contexto ambiental).


Segundo, ese protagonismo radical de los oprimidos no tiene porque nacer durante el primer día de la crisis, es necesario un inmenso proceso de gestación atravesado por rebeliones populares y reacciones conservadoras, con avances y retrocesos, una larga marcha durante un período muy denso, turbulento (cuya duración real es impredecible) del que estamos dando los primeros pasos. Tiempo de recuperación de memorias, de aprendizajes nuevos, de construcción compleja de una nueva conciencia.


Tercero, la existencia del patrimonio democrático global antes mencionado podría ser la base histórica de la superación de las frustraciones socialistas del siglo XX donde la reproducción de la hegemonía cultural del capitalismo enlazada con muy viejas tradiciones de sometimiento bloqueaban los procesos de autoemancipación. Los reducían a movimientos de masas dirigidos por elites radicales, por dirigentes inevitablemente autoritarios, cuyas victorias derivaban en nuevos mecanismos de opresión. El despliegue de la historia salta por encima de la disputa sin solución entre comunistas estatistas y libertarios, los primeros desarrollando la posibilidad concreta de la revolución pero postergando para un futuro nebuloso la democracia de base (en consecuencia produciendo al mismo tiempo el hecho revolucionario y las condiciones de su fracaso) y los segundos ignorando la existencia de una densa trama cultural negativa penetrando hasta el fondo de la conciencia popular y entonces la necesidad de complejas transiciones, desmantelamientos de estructuras y estilos de vida, combinaciones pragmáticas, plurales entre lo viejo y lo nuevo.


Cuarto, la periferia del capitalismo, el espacio de los pueblos pobres y marginados del planeta aparece como el lugar privilegiado para la irrupción de esas fuerzas liberadoras, así lo va demostrando la realidad, desde la resistencias al Imperio en Irak y Afganistán hasta la ola popular democratizadora en América Latina que ya incluye algunos espacios más avanzados donde se postula la superación socialista del capitalismo. Aunque no deberíamos subestimar sus probables futuras prolongaciones, interacciones con fenómenos de igual signo en los países centrales corazón visible de la crisis, allí la concentración de ingresos, la desocupación, el empobrecimiento a gran escala se extiende al ritmo de la decadencia del sistema. Cuyas elites aceleran su degeneración parasitaria lo que plantea el peligro de renovadas aventuras neofascistas e imperialistas pero también la esperanza en la rebeldía de sus retaguardias populares internas.


La barbarie ya está en marcha, pero también lo está la insurgencia de los oprimidos.


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