sábado, 29 de junio de 2013

EL PRECIO DEL PROGRESO. CAMBIOS RADICALES PIDE LA JUVENTUD EN BRASIL.

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Desde que asumió Rousseff se ha producido una desaceleración o incluso un estancamiento de las dos últimas narrativas. Y como en política no hay vacío, el espacio que ellas fueron dejando comenzó a ser aprovechado por la primera y más antigua narrativa, que ganó vigor bajo el nuevo ropaje del desarrollo capitalista a toda costa y las nuevas (y viejas) formas de corrupción. Las formas de democracia participativa fueron cooptadas, neutralizadas en el dominio de las grandes obras de infraestructura y megaproyectos, y dejaron de motivar a las generaciones más jóvenes, huérfanas de una vida familiar y comunitaria integradora, deslumbradas por el nuevo consumismo u obsesionadas por su deseo. Las políticas de inclusión social se agotaron y dejaron de corresponderse con las expectativas de quienes se sentían merecedores de más y mejores condiciones. La calidad de la vida urbana empeoró en nombre de los eventos de prestigio internacional que absorbieron las inversiones que debían mejorar el transporte, la educación y los servicios públicos en general. El racismo mostró su persistencia en el tejido social y en las fuerzas policiales. Aumentaron los asesinatos de líderes indígenas y campesinos, demonizados por el poder político como “obstáculos al desarrollo”, sólo porque luchan por sus tierras y sus modos de vivir contra los agronegocios y los megaproyectos mineros e hidroeléctricos (como la represa de Belo Monte, destinada a proporcionar energía barata a la industria extractiva).
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EL PRECIO DEL PROGRESO.
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Boaventura de Sousa Santos *

Página /12  sábado 22 de junio del 2013.

Con la elección de Dilma Rousseff como presidenta, Brasil quiso acelerar el paso para convertirse en una potencia global. Muchas de las iniciativas en ese sentido venían de antes, pero tuvieron un nuevo impulso: la conferencia de la ONU sobre medioambiente, Río+20 (2012), el campeonato mundial de fútbol en 2014, los Juegos Olímpicos en 2016, la lucha por un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el papel activo en el creciente protagonismo de las “economías emergentes” (Brics: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), la nominación de José Graziano da Silva para director general de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2012, y la de Roberto Azevedo para director general de la Organización Mundial de Comercio, en 2013, una política agresiva de explotación de los recursos naturales, tanto en Brasil como en África, especialmente en Mozambique, el impulso de la gran agroindustria, sobre todo para la producción de soja, agrocombustibles y ganado.
Beneficiado por una buena imagen pública internacional, ganada por el presidente Lula da Silva y sus políticas de inclusión social, este Brasil desarrollista se impuso al mundo como una potencia de nuevo tipo, benévola e inclusiva. Por eso, no podía ser mayor la sorpresa internacional ante las manifestaciones que en los últimos días llevaron a las calles a cientos de miles de personas en las principales ciudades del país. Mientras que frente a las recientes manifestaciones en Turquía fue inmediata la lectura sobre las “dos Turquías”, en el caso de Brasil fue más difícil reconocer la existencia de esas dos caras. Pero está a la vista de todos. La dificultad para reconocerla reside en la propia naturaleza del “otro Brasil”, un Brasil escurridizo a los análisis simplistas. Ese Brasil está compuesto por tres narrativas y temporalidades.
La primera es la narrativa de la exclusión social (es uno de los países más desiguales del mundo), las oligarquías terratenientes, el caciquismo violento, las elites políticas restringidas y racistas, una narrativa que se remonta a la época colonial y que se ha reproducido en formas siempre cambiantes hasta hoy. La segunda narrativa es la reivindicación de la democracia participativa, que se remonta a los últimos 25 años y tuvo sus puntos más altos en el proceso constituyente que condujo a la Constitución de 1988, los presupuestos participativos en las políticas urbanas de cientos de municipios, la destitución del presidente Collor de Mello en 1992, la creación de los consejos de ciudadanos en las principales áreas de las políticas públicas, especialmente en salud y educación, en los diferentes niveles de acción estatal (municipal, estadual y federal). La tercera narrativa tiene apenas diez años de edad y se relaciona con las vastas políticas de inclusión social adoptadas por el presidente Lula desde 2003 y que llevaron a una significativa reducción de la pobreza, la creación de una clase media con profunda inclinación consumista, el reconocimiento de la discriminación racial contra la población afrodescendiente e indígena, y las políticas de acción afirmativa y de ampliación del reconocimiento de los territorios de los quilombos (asentamientos afrobrasileños) y de los indígenas.
Desde que asumió Rousseff se ha producido una desaceleración o incluso un estancamiento de las dos últimas narrativas. Y como en política no hay vacío, el espacio que ellas fueron dejando comenzó a ser aprovechado por la primera y más antigua narrativa, que ganó vigor bajo el nuevo ropaje del desarrollo capitalista a toda costa y las nuevas (y viejas) formas de corrupción. Las formas de democracia participativa fueron cooptadas, neutralizadas en el dominio de las grandes obras de infraestructura y megaproyectos, y dejaron de motivar a las generaciones más jóvenes, huérfanas de una vida familiar y comunitaria integradora, deslumbradas por el nuevo consumismo u obsesionadas por su deseo. Las políticas de inclusión social se agotaron y dejaron de corresponderse con las expectativas de quienes se sentían merecedores de más y mejores condiciones. La calidad de la vida urbana empeoró en nombre de los eventos de prestigio internacional que absorbieron las inversiones que debían mejorar el transporte, la educación y los servicios públicos en general. El racismo mostró su persistencia en el tejido social y en las fuerzas policiales. Aumentaron los asesinatos de líderes indígenas y campesinos, demonizados por el poder político como “obstáculos al desarrollo”, sólo porque luchan por sus tierras y sus modos de vivir contra los agronegocios y los megaproyectos mineros e hidroeléctricos (como la represa de Belo Monte, destinada a proporcionar energía barata a la industria extractiva).
La presidenta Dilma fue el termómetro de este cambio insidioso. Asumió una actitud de abierta hostilidad hacia los movimientos sociales y los pueblos indígenas, un cambio drástico en comparación con su antecesor. Luchó contra la corrupción, pero dejó para los socios políticos más conservadores la agenda que consideró menos importante. Así fue como la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, históricamente comprometida con los derechos de las minorías, fue entregada a un pastor evangélico homofóbico que promueve un proyecto legislativo conocido como “la cura gay”.
Las manifestaciones revelan que, lejos de haber sido el país el que ha despertado del adormecimiento, fue la presidenta quien despertó. Con los ojos puestos en la experiencia internacional y también en las elecciones presidenciales de 2014, la presidenta Dilma advirtió que las respuestas represivas sólo agudizan los conflictos y aíslan a los gobiernos. En el mismo sentido, los gobernantes de nueve ciudades capitales ya decidieron bajar el precio del transporte. Es sólo un comienzo. Para ser consistente, es necesario que las dos narrativas (la democracia participativa y la inclusión social intercultural) retomen el dinamismo que alguna vez tuvieron. Si así fuera, Brasil le estará demostrando al mundo que sólo vale la pena pagar el precio del progreso profundizando la democracia, redistribuyendo la riqueza generada y reconociendo las diferencias culturales y políticas de aquellos para los que el progreso sin dignidad es retroceso.
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CAMBIOS RADICALES PIDE LA JUVENTUD EN BRASIL.
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Jueves 27 de junio del 2013.

Marco A. Gandásegui (h) (especial para ARGENPRESS.info)

El levantamiento de la juventud urbana brasileña sorprendió a los ideólogos del neoliberalismo y a los medios de comunicación que responden a sus intereses. Lo cierto es que nadie esperaba que en el Brasil actual ocurriera un movimiento social tan abarcador que movilizara a un millón de personas en protesta por las políticas impopulares del gobierno.

Como consecuencia, la presidente Dilma Rousseff se reunió con representantes de los jóvenes y aceptó la necesidad de efectuar un plebiscito para iniciar una reforma política. La reforma política tendría como objetivo erradicar la corrupción del sistema político y promover la democracia participativa. Sin embargo, la presidente no mencionó medidas para atender los males heredados del neoliberalismo. La reacción oficial en torno a la propuesta sobre la “tarifa cero” en el sector transporte y las reformas en el sector salud fue considerada insuficiente por los representantes de los jóvenes insurrectos.

Las movilizaciones demostraron que América latina no es la región donde puede campear el neoliberalismo sin oposición. Las políticas neoliberales han causado enorme daño y el despojo que empobrece a las comunidades del continente ha creado un fuerte resentimiento que no puede superarse con meras buenas intenciones. El descontento popular en el país suramericano tiene sus raíces en las tasas de desigualdad más altas del mundo.

Los medios no esperaban el estallido del descontento en Brasil porque durante diez años las cifras presentaban un cuadro idílico del país penta-campeón mundial de fútbol. Según el Banco Mundial y la ONU, en los últimos diez años “la pobreza se ha reducido y 30 millones de brasileños han ingresado a la clase media. Más del 50 por ciento de los brasileños forman parte de la clase media en comparación al 38 por ciento de hace una década”.

Los ‘expertos’ agregaban que “en los últimos cinco años el ingreso del 10 por ciento del sector más pobre ha subido. Simultáneamente, fueron creados 18 millones de puestos de trabajo. Aproximadamente, 11 millones de familias están inscritos en el programa estatal “Bolsa familia” El salario mínimo fue aumentado este año a 330 dólares al mes”.

Según estos informes que distorsionan la realidad, los brasileños no deberían estar protestando. Los neoliberales insisten en que deberían estar festejando. El problema es que las cifras del Banco Mundial y de la ONU no reflejan la realidad. Son meras máscaras que fueron denunciadas precisamente por Luiz Inácio “Lula” da Silva y el PT durante las últimas 2 décadas del siglo XX. Son los mismos números que manipulaba el expresidente Fernando H. Cardoso, quien fue derrotado por Lula en las elecciones de 2002.

Según varios observadores, la protesta desencadenada por el alza del transporte se combinó con la pésima situación de los servicios de salud pública, el sesgo clasista y racista del acceso a la educación, la corrupción gubernamental (que obligó a Dilma a destituir a varios ministros) y la arrogancia tecnocrática de los gobernantes que ignoran las peticiones del pueblo: Mejorar la previsión social, impulsar la reforma agraria y atender los reclamos de los pueblos originarios ante la construcción de grandes represas.

Dilma tiene el poder para poner fin al descontento, pero dice que hay intereses oligárquicos que no la dejan gobernar. Si no actúa con energía puede poner en peligro su presidencia y al PT: Tiene que dar un giro para alejarse de las políticas neoliberales. El PT y su dirección tiene que cumplir con la promesa reiterada por Lula una y otra vez antes de llegar a la Presidencia: “Poner fin a la política neoliberal y de despojo”.

Primero, introducir políticas públicas que generen empleos formales, multipliquen la productividad de los trabajadores y capture las enormes ganancias que son transferidas al exterior por las empresas trasnacionales. Las subvenciones introducidas hace 10 años respondían a una política de emergencia y Lula lo convirtió en un programa permanente.

En segundo lugar, movilizar al país – juventud, mujeres, obreros, campesinos y capas medias – para erradicar la corrupción y consolidar los programas de salud, educación y vivienda, entre otros. El pueblo brasileño tiene muchos recursos internos y un mundo para conquistar. Está exportando anualmente cerca de 100 mil millones de dólares (minerales y productos agrícolas) sin mucho valor agregado que debe invertir en desarrollo ‘incluyente’.

La alianza interclasista pregonada por Lula durante sus campañas presidenciales no incluía a los rentistas y latifundistas campeones de las políticas neoliberales. Sin embargo, cogobernar con los neoliberales ha resultado ser desestabilizador y peligroso para Brasil. Esta política tiende a excluir a las mayorías que generan reacciones populares.

Según el sociólogo brasileño Emir Sader, lo más importante de la presente coyuntura es “la introducción del significado político de la juventud y sus condiciones concretas de vida y de expectativas en el Brasil del siglo XXI”. El planteamiento de Emir se proyecta con igual fuerza hacia el resto de la región latinoamericana.

Brasil tiene que transformar el boom de las exportaciones agro-mineras - ‘reprimarización’ - en una táctica temporal y no en una estrategia para el desarrollo. Aún no es tarde. Dilma tiene que asumir su papel. Tiene todo en sus manos. A los enemigos del pueblo brasileño, a los neoliberales, los puede derrotar en todos los campos. Sólo así puede iniciarse la construcción de la nueva sociedad que reivindica el PT.
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