martes, 6 de febrero de 2018

JOSEPH. E. STIGLITZ. LA GLOBALIZACIÓN DEL MALESTAR.

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PROFESOR JOSEPH  E. STIGLITZ Y LA PUBLICACIÓN DE SU LIBRO: “EL MALESTAR EN LA GLOBALIZACIÓN”. QUE CAMBIÓ EN TIEMPOS DE LA CRISIS FINAL DE LA “GLOBALIZACIÓN DE ÉLITE”.- En 1993 abandoné la vida académica para trabajar en el Consejo de Asesores Económicos del presidente Clinton. Tras años de investigación y docencia, ésa fue mi primera irrupción apreciable en la elaboración de medidas políticas y, más precisamente, en la política. De ahí pasé en 1997 al Banco Mundial, donde fui economista jefe y vicepresidente senior durante casi tres años, hasta enero de 2000. No pude haber escogido un momento más fascinante para entrar en política. Estuve en la Casa Blanca cuando Rusia emprendió la transición desde el comunismo; y en el Banco Mundial durante la crisis financiera que estalló en el Este asiático en 1997 y llegó a envolver al mundo entero. Siempre me había interesado el desarrollo económico, pero lo que vi entonces cambió radicalmente mi visión tanto de la globalización como del desarrollo. Escribo este libro porque en el Banco Mundial comprobé de primera mano el efecto devastador que la globalización puede tener sobre los países en desarrollo, y especialmente sobre los pobres en esos países.

Creo que la globalización —la supresión de las barreras al libre comercio y la mayor integración de las economías nacionales— puede ser una fuerza benéfica y su potencial es el enriquecimiento de todos, particularmente los pobres; pero también creo que para que esto suceda es necesario replantearse profundamente el modo en el que la globalización ha sido gestionada, incluyendo los acuerdos comerciales internacionales que tan importante papel han desempeñado en la eliminación de dichas barreras y las políticas impuestas a los países en desarrollo en el transcurso de la globalización. En tanto que profesor, he pasado mucho tiempo investigando y reflexionando sobre las cuestiones económicas y sociales con las que tuve que lidiar durante mis siete años en Washington. Creo que es importante abordar los problemas desapasionadamente, dejar la ideología a un lado y observar los hechos antes de concluir cuál es el mejor camino. Por desgracia, pero no con sorpresa, comprobé en la Casa Blanca —primero como miembro y después como presidente del Consejo de Asesores Económicos (un panel de tres expertos nombrados por el Presidente para prestar asesoramiento económico al Ejecutivo norteamericano)— y en el Banco Mundial que a menudo se tomaban decisiones en función de criterios ideológicos y políticos. Como resultado se persistía en malas medidas, que no resolvían los problemas pero que encajaban con los intereses o creencias de las personas que mandaban. 


El intelectual francés Pierre Bourdieu ha escrito acerca de la necesidad de que los políticos se comporten más como estudiosos y entren en debates científicos basados en datos y hechos concretos. Lamentablemente, con frecuencia sucede lo contrario, cuando los académicos que formulan recomendaciones sobre medidas de Gobierno se politizan y empiezan a torcer la realidad para ajustarla a las ideas de las autoridades. Si mi carrera académica no me preparó para todo lo que encontré en Washington D. C., al menos me preparó profesionalmente. Antes de llegar a la Casa Blanca había dividido mi tiempo de trabajo e investigación entre la economía matemática abstracta (ayudé a desarrollar una rama de la ciencia económica que recibió desde entonces el nombre de economía de la información), y otros temas más aplicados, como la economía del sector público, el desarrollo y la política monetaria. Pasé más de veinticinco años escribiendo sobre asuntos como las quiebras, el gobierno de las corporaciones y la apertura y acceso a la información (lo que los economistas llaman «transparencia»); fueron puntos cruciales ante la crisis financiera global de 1997. También participé durante casi veinte años en discusiones sobre la transición desde las economías comunistas hacia el mercado. Mi experiencia sobre cómo manejar dichos procesos comenzó en 1980, cuando los analicé por primera vez con las autoridades de China, que daba sus primeros pasos en dirección a una economía de mercado. He sido un ferviente partidario de las políticas graduales de los chinos, que han demostrado su acierto en las últimas dos décadas, y he criticado con energía algunas de las estrategias de reformas extremas como las «terapias de choque» que han fracasado tan rotundamente en Rusia y algunos otros países de la antigua Unión Soviética.

Mi participación en asuntos vinculados al desarrollo es anterior. Se remonta a cuando estuve en Kenia como profesor (1969-1971), pocos años después de su independencia en 1963. Parte de mi labor teórica más relevante fue inspirada por lo que allí vi. Sabía que los desafíos de Kenia eran arduos pero confiaba en que sería posible hacer algo para mejorar las vidas de los miles de millones de personas que, como los keniatas, viven en la extrema pobreza. La economía puede parecer una disciplina árida y esotérica, pero de hecho las buenas políticas económicas pueden cambiar la vida de esos pobres. Pienso que los Gobiernos deben y pueden adoptar políticas que contribuyan al crecimiento de los países y que también procuren que dicho crecimiento se distribuya de modo equitativo. Por tocar sólo un tema, creo en las privatizaciones (digamos, vender monopolios públicos a empresas privadas) pero sólo si logran que las compañías sean más eficientes y reducen los precios a los consumidores. Esto es más probable que ocurra si los mercados son competitivos, lo que es una de las razones por las que apoyo vigorosas políticas de competencia. Tanto en el Banco Mundial como en la Casa Blanca existía una estrecha relación entre las políticas que yo recomendaba en mi obra económica previa, fundamentalmente teórica, asociada en buena parte con las imperfecciones del mercado: por qué los mercados no operan a la perfección, en la forma en que suponen los modelos simplistas que presumen competencia e información perfectas. También aporté a la política mi análisis de la economía de la información, en particular las asimetrías, como las diferencias en la información entre trabajador y empleador, prestamista y prestatario, asegurador y asegurado. Tales asimetrías son generalizadas en todas las economías. Continúa……..

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Dr. Joseph E. Stiglitz. Continúa trabajando en sus investigaciones científicas en relación a la Globalización y las consecuencias económico-sociales, como por ejemplo en el escenario global "El Precio de la Desigualdad", "El Club de la Miseria",  hoy mundializadas, presentes hoy en el mismo escenario del sistema mundo, el aparente "nuevo" escenario, de la "Globalización del malestar".
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LA GLOBALIZACIÓN DEL MALESTAR.

Las reacciones negativas a la evolución de la economía mundial han llegado a los países desarrollados.

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Joseph. E. Stiglitz.

Premio Nobel de Economía. 2001.

Proyect Syndicate. 2017.

El País domingo 24 de diciembre del 2017.

Hace 15 años publiqué El malestar en la globalización, un libro que trata de explicar por qué había tanto descontento con la globalización en los países en desarrollo. Sencillamente, muchos creían que, en general, el sistema estaba "amañado" en su contra, y apuntaban contra los acuerdos globales de comercio en particular por ser especialmente injustos.

Ahora el malestar con la globalización ha estimulado una ola de populismo en Estados Unidos y otras economías avanzadas, liderada por políticos que afirman que el sistema es injusto para sus países. En Estados Unidos, el presidente, Donald Trump, insiste en que los negociadores comerciales fueron engañados por los mexicanos y los chinos. 

¿Cómo algo que, supuestamente, debería beneficiarnos a todos —tanto en los países en desarrollo como en los desarrollados— puede ser vilipendiado por todo el mundo? ¿Cómo es posible que un acuerdo sea injusto para todos los firmantes?

Por supuesto, para los países en desarrollo las afirmaciones de Trump —y Trump— son un chiste. Estados Unidos básicamente redactó las reglas y creó las instituciones de la globalización. En algunas de estas instituciones —por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional— EE UU todavía tiene poder de veto, pese a su papel disminuido en la economía global ( un papel que Trump parece estar decidido a disminuir aún más).

Para alguien como yo, que ha observado de cerca las negociaciones comerciales durante más de un cuarto de siglo, está claro que los negociadores comerciales estadounidenses consiguieron la mayor parte de lo que querían. El problema radicó en qué es lo que ellos querían. Su agenda fue establecida a puerta cerrada y redactada por y para grandes empresas multinacionales, a expensas de los trabajadores y ciudadanos comunes en todo el mundo.

De hecho, a menudo parece que los trabajadores, quienes han visto sus salarios caer y sus puestos de trabajo desaparecer, solamente son considerados como un daño colateral: víctimas inocentes pero inevitables en la marcha inexorable del progreso económico. Sin embargo, hay otra interpretación de lo que ha sucedido: uno de los objetivos de la globalización era debilitar el poder de negociación de los trabajadores. Lo que las corporaciones querían era mano de obra más barata, a toda costa.

Esta interpretación ayuda a explicar algunos aspectos desconcertantes de los acuerdos comerciales. Por ejemplo, ¿por qué en los países avanzados cedieron una de sus mayores ventajas, el Estado de derecho? De hecho, las disposiciones incluidas en la mayoría de los acuerdos comerciales recientes otorgan a los inversores extranjeros más derechos de los que se otorgan a esos mismos inversores en Estados Unidos. Por ejemplo, en caso de que el Gobierno adopte una regulación que perjudique los resultados finales de sus balances contables, recibirán una compensación, sin importar cuán deseable sea la regulación o cuán grande sea el daño causado por la corporación en ausencia de dicha regulación.

Hay tres respuestas al malestar globalizado con la globalización.

La primera — llamémosla la estrategia Las Vegas— es redoblar el empeño en mantener la forma en que se ha venido gestionando durante el último cuarto de siglo. Esta "solución", como todas las apuestas en políticas demostradamente fallidas (las mismas que, por ejemplo, dicen que hacer más ricos a los ricos nos beneficia a todos), se basa en la esperanza de que la globalización será exitosa en el futuro, de alguna manera.

La segunda respuesta es el trumpismo: aislarse de la globalización, guardando la esperanza de que, de alguna manera se logrará recuperar un mundo ya pasado. Pero el proteccionismo no funcionará. Mundialmente, los empleos industriales están disminuyendo, simplemente porque el crecimiento de la productividad ha superado el crecimiento de la demanda.

Incluso si las industrias volvieran, los puestos de trabajo no lo harán. La tecnología, incluidos los robots, se traduce en que los pocos puestos de trabajo que se creen requerirán de mayores habilidades y se ubicarán en lugares diferentes a los que ocupaban los puestos de trabajo que se perdieron. Al igual que el enfoque de redoblar la apuesta, esta solución está condenada al fracaso, ya que incrementará aún más el malestar que sienten los que se quedan atrás.

Trump fracasará incluso en su proclamado objetivo de reducir el déficit comercial, que está determinado por la disparidad entre el ahorro interno y la inversión. Ahora que los republicanos se han salido con la suya y han promulgado un recorte de impuestos para los multimillonarios  el ahorro nacional caerá y el déficit comercial aumentará, debido a la revaluación del dólar. (El déficit fiscal y el comercial normalmente se desplazan tan a la par, que se los llama los déficits "gemelos"). A Trump puede no gustarle, pero como él va poco a poco dándose cuenta, no lo podrá controlar pese a ser la persona que ocupa la posición más poderosa en el mundo.

Hay un tercer enfoque: protección social sin proteccionismo, el tipo de enfoque que tomaron los pequeños países nórdicos. Ellos sabían que, por su cualidad de países pequeños, sus economías tendrían que permanecer abiertas. Pero también sabían que eso expondría a los trabajadores a riesgos. Por lo tanto, tenían que tener un contrato social que ayudara a los trabajadores a pasar de sus puestos de trabajo anteriores a nuevos puestos, y que al mismo tiempo proporcionara algo de ayuda en el ínterin.

Los países nórdicos son sociedades profundamente democráticas, por lo que sabían que, a menos que la mayoría de los trabajadores consideraran que la globalización los beneficiaba, no sería sostenible. Y los ricos en estos países reconocieron que si la globalización iba a funcionar como debería, habría suficientes beneficios para todos.

El capitalismo estadounidense en los últimos años ha estado marcado por una avaricia desenfrenada, como confirmó ampliamente la crisis financiera del año 2008.  Pero, tal como han demostrado algunos países, una economía de mercado puede adoptar formas que atenúen los excesos tanto del capitalismo como de la globalización, y que proporcionen un crecimiento más sostenible y mejores niveles de vida para la mayoría de los ciudadanos.

Podemos aprender de los éxitos mencionados qué se debe hacer, de la misma manera que podemos aprender de los errores del pasado qué no se debe hacer. Como se ha puesto de manifiesto, si no gestionamos la globalización de manera que beneficie a todos, se corre el riesgo de que las reacciones negativas —que provienen de los nuevos malestares en el norte y los viejos malestares en el sur— se intensifiquen.

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Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.

Joseph E. Stiglitz es premio Nobel de Economía. Su libro más reciente es 'Globalization and its Discontents Revisited: Anti-Globalization in the Era of Trump'.

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